Suite para re imaginar otra cultura de masas.
Pop y fantasía amarilla en las prácticas artísticas de Matías de la Guerra.
“Los períodos de convulsión son siempre los más difíciles de vivir, pero es en estos momentos que la vida grita más alto y despierta a aquellos que todavía no sucumbieron íntegramente a la condición de zombis –una condición a la que estamos todos destinados por el cafisheo de la pulsión vital–”.Suely Rolnik[1]
En la historiografía del arte moderno, la cultura de masas occidental ha sido símbolo de degradación, representando a ese avance efectista capaz de endulzar y prometer mundos inaccesibles. Su capacidad de convertir la información en ruido generó consecuencias devastadoras, que estamos sufriendo ahora mismo. Pero a la cultura de masas alguna vez se le depositó la esperanza de un cambio social y liberador, cuyo poder iba a estar justamente en frenar la voracidad arrolladora de las industrias e instituciones del capitalismo.
La otra cultura de masas, aquella que acogió el ímpetu dionisíaco de unir el arte con la vida, es la que en ciertas facetas de la historia ha revelado los procesos de opresión colonial mostrando al mismo tiempo la debilidad de los mismos en su intento de capturar, como señala Suely Rolnik, la fuerza vital de las personas. Esa cultura de masas es la que representa, por ejemplo, a cierta zona del pop argentino, que ha asumido lo popular como herramienta para frenar la mirada conservadora. Efímero y vitalista, el pop argentino de los años 60 ofició como el punto de partida de una confianza ciega, entre otras cosas, en la propia imagen, en el uso del cuerpo para denunciar los estereotipos de la identidad sexual.[2]
La obra de Matías de la Guerra se ha configurado, podríamos decir promiscuamente, en la resonancia de aquel momento del pop. Y lo ha hecho acarreando lo vernáculo de esta tendencia y enarbolando un tipo de fe ciega en la popularidad del arte contemporáneo salteño. La fantasía amarilla, que tiñe sus universos visuales, nos conduce además a la hipótesis de que el happening, fuerza motora de la dimensión performativa de las artes, se resignifica en cada performance de pelo suelto, en cada pelografía.[3] Y por ello, esta exposición que rememora el poder del cabello para diferentes culturas desde tiempos remotos, pone en escena la urgencia del movimiento, en una mixtura entre coreografía programada e improvisación.
En 1991, Gloria Trevi lanzaba su sencillo Pelo suelto, una canción donde declaraba:
A mí me gusta andar de pelo suelto
Me gusta todo lo que sea misterio
Me gusta ir siempre en contra del viento…
Está claro que, en ciertos momentos, y más en aquellos donde el neoliberalismo intensifica su tarea de estimular la réplica acelerada de zombies, la cultura del pelo suelto es capaz de devenir en un movimiento contracultural, una variable de aquellas tantas expresiones que denuncian los falsos modelos de libertad.
En los ocho dibujos aquí presentados y en esta suerte de suite surrealista de la secesión que ha propuesto Matías de la Guerra, se despliegan la vida doméstica, el movimiento, el humor, la elegancia, la repetición y la simulación. En la instalación performática, una mesa de seis metros cubierta por un mantel amarillo oficia de soporte de una acción donde cinco manos sostienen objetos y se mueven al ritmo de una banda sonora.
Cabe señalar que el espectro del surrealismo está presente aquí como un emblema de la insuficiencia, connotando un registro de época. Es que hoy, el sólo amor al concubinato de opuestos parece no alcanzar. El surrealismo ha sido superado por la realidad que se ha vuelto paradójicamente cada vez más surreal y grita a viva voz la urgencia de nuevas fugas, hacia otras realidades subterráneas. Como antídoto de esta tendencia al desbalanceo entre realidad y surrealidad, el artista recurre desde hace tiempo al mundo propio, recala en su historia personal. Tanto en sus proyectos de producción fotográfica como en los de diseño digital y de realización en cerámica, en sus instalaciones y ahora en esta performance, Matías ha alimentado una vocación por la auto-representación. Y lo ha hecho no solo recurriendo al retrato sino también a través de las historias que guardan sus trabajos. Por ejemplo, en este caso retomó una de sus rutinas de juegos de la niñez: transformaba sus manos en cabezas cuyos cabellos, hechos de materiales tomados a escondidas, se movían como si fuera títeres.
“Lana, mi madre, siempre tejía. Y cuando se iba al quiosco yo cortaba pedazos de lana a los que después lavaba con champú en el baño. Cuando tiraban a la basura la lana me encerraba en el baño a jugar de la misma manera, pero con el papel higiénico. La cola de zorro aparecía cuando iba al campo los domingos. La lista de materiales continúa desde un juego de llaves hasta una bolsa de plástico; a todos estos objetos los encontraba en casa, estaban ahí, esperando que los descubra, y con taquicardia imaginé el mejor concierto pop”.
Este concierto, mezcla de mesa comunal y de banquete monárquico o eclesiástico tiene algo del misterio transtemporal, de una construcción teatral asentada en el más allá de la finitud. Pero también, asume el envión del pop en una época de irradiación de innumerables legados y de memes. Es aquí donde Lady Gaga, musa de Matías y de muchos jóvenes de su generación, aparece como un fantasma señalador del amparo de las eternas superstars y de la capitalización afectiva, íntima y regional de la intransigencia.
[1] Suely Rolnik, “Preludio. Palabras que afloran de un nudo en la garganta”, en: Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente, Buenos Aires, Tinta Limón, 2019, p. 21.
[2] Cf. María José Herrera, Pop! La consagración de la primavera, cat. exp., Buenos Aires, Fundación Osde, del 18 de marzo al 15 de mayo de 2010, pp. 5-11.[
3] En el ámbito de los medios de comunicación y de las redes sociales, dícese del movimiento del cabello como parte de una rutina de baile. En Argentina, es la cantante Lali Espósito quien suele utilizar este término proponiendo coreografías donde el pelo toma un rol protagónico a partir de los movimientos de la cabeza, que tienden a seguir el ritmo de la música.